sábado, 2 de junio de 2012

Pequeños grandes éxitos

Ayer participé en un concurso de relatos cortísimos entre amigos. Fui invitada por una amiga y enseguida supe que el relato era una excusa para participar de lo que viene siendo una cena seguida de lo que algunos llaman "unas copas" y otros "un botellón".

Fui tan bien recibida por este grupo de desconocidos que ¡me hicieron ganadora! El relato debía guardar relación con "el límite". Aquí os lo dejo.


ME LLAMO ANA

El río Zambeze nace en Zambia, discurre por Congo, Angola, Zambia, Namibia, Zimbabue y Mozambique, y va a desembocar en el océano índico.

Me llamo Ana y y el río Zambeze tiene una longitud total de dosmil quinientos setenta y cuatro kilómetros.

Me llamo Ana y esta es la historia de un salto.

Existe un puente en el río Zambeze donde uno no está en ningún sitio. Unos metros más atrás, al borde del acantilado, uno se encontraba en Zambia. Zambia, capital: Lusaka; Zambia, un país sin mar. Esto es lo que yo sabía de Zambia cuando mis compañeros de viaje me lo señalaron en el mapa. Unos metros después, apenas veinte, uno se encuentra en Zimbabue. Zimbabue, capital: Harare, tampoco tiene mar.

Podría decirse que el puente es tierra de nadie si no fuera porque, aunque no es de nadie, tampoco es tierra. Apenas cuatro maderas mal puestas sostienen una estructura ligera. Es aquí, encima de las maderas, doscientos metros por encima de la nada misma, donde todo ocurrió.

Cuando salté y oí el crujido de la cuerda al romperse no pensé que estuviera condenada a la muerte, sino al olvido. ¿A dónde se podía caer desde la tierra de nadie si no es a la nada misma?

En los doscientos metros que me separaban de las frías aguas del río Zambeze me desnudé de todo. En el instante en que oí el crujido perdí la esperanza. Luego sentí cómo perdía la amistad, pues las cuerdas de mis amigos habían mantenido su integridad en toda su longitud y la mía no. Desde el vacío de la nada sobre la que me abalanzaba sus gritos de pavor parecían apenas susurros.

Para cuando llegué abajo me había desposeído también de la carne y no pude sentir el golpe. Los cocodrilos me respetaron porque cuando llegué a su gélido territorio era ya solamente un nombre.

El nombre. Esa cosa tan banal, elegida por puro azar, que apenas significa nada, es lo único que me queda. La cuerda no fue suficiente para sostener mi peso. Me sigo llamando Ana. Uno, por lo general, siempre se llama igual. Y yo me llamo Ana.