Ojalá la realidad fuera tan sencilla como la informática. Al final de una terrible secuencia de acontecimientos he deseado con todas mis fuerzas poder utilizar, aunque solo fuera esta única vez en mi vida, el socorrido comando para la vida real.
He comprado media docena de huevos. He decidido sacarlos de la huevera (de plástico, este dato resultará relevante) y meterlos en ese lugar del frigorífico que es una plataforma con agujeros circulares fabricada ex profeso para estos menesteres.
La operación ha resultado exitosa con los tres primeros por lo que me he envalentonado y he resuelto que podía realizarse con el cuarto y el quinto simultáneamente.
En el brevísimo instante en el que he conseguido sostener en la mano las dos formas ovoides (pues ¿de qué otra manera se puede describir la forma de un huevo?) he mantenido un extensísimo monólogo interior e instantáneo conmigo misma acerca del destino fatídico al que estaba condenada la operación.
Y en efecto, así ha sido. Los dos huevos han resbalado de mi mano izquierda por obra y gracia de su propia curvatura y han ido a parar inexorablemente al hueco que hay entre la puerta de la nevera y el primer cajón, justo encima de la puerta del congelador.
Para acceder a semejante resquicio me he visto obligada a abrir la puerta del congelador, por lo que los dos huevos crudos y desparramados han resbalado muy lentamente por la puerta del congelador y han quedado ¿untados? ¿espacidos? ¿pegados? en el suelo del salón. Sí, es un mini piso.
Pero, ¡ojo!, recapitulo. Cuando he notado que los huevos se resbalaban lentamente de mi mano izquierda, y a fin de rescatarlos me he visto en la obligación de liberar mi mano derecha para proceder a las tareas de desescombro. Mi mano derecha que instantes antes sostenía una huevera de plástico que sostenía un solitario elemento. Y mi mano derecha ha abandonado a su suerte a la pobre huevera de plástico directamente sobre la vitrocerámica. Una vitro que exhibía en ese momento una sospechosa hache mayúscula indicativa del calor que exuda. En concreto, mucho. (Cuando es poco la hache es minúscula).
Es entonces cuando he debido abrir la puerta del frigorífico y he visto formarse ante mis ojos un charco de consistencia, digamos, pegajosa en medio del salón. He tomado una bayeta y he comenzado la ardua tarea de limpiar restos viscosos de entre los pliegues de la puerta del congelador mientras, evidentemente si uno lo visualiza, me congelaba. Esta tarea se ha visto interrumpida por un ligero aroma a... tóxicos.
Era la huevera que, más que arder, se sublimaba, mientras el solitario se cocinaba al fuego, es decir, directamente al fuego. Prescindiendo de cacerola.
Después de unas dos horas de trabajo con maquinaria probablemente inadecuada he conseguido liberar al suelo del salón de sustancias viscosas. En cambio la vitrocerámica ha sido marcada para siempre con una gran marca redonda y blanquecina que sin duda en adelante me recordará la necesidad de tratar a los huevos como lo que son: seres frágiles y escurridizos. Y he cenado tortilla.
Me encanta tu historia. Tienes vena literaria. Me ha entretenido mucho tu post. Y me ha hecho mantener la atención hasta el final.
ResponderEliminarLo siento por tu mini-piso, pero me alegro por tus dotes de redacción.
No e hago tu seguidora porque desentonaría de tus otros amigos. La edad, ya sabes
ResponderEliminarUna vez más la ley de Murphy se confirma!
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